Si alguien llega a preguntarme si he tenido alguna experiencia sobrenatural, normalmente respondo que no, que a la fecha no he experimentado nada que me haga dudar por completo de las explicaciones racionales de cualquier fenómeno. Pero siendo completamente honesto, creo que a lo largo de mi vida he presenciado una que otra situación que pone a prueba ese férreo escepticismo, aunque sea de formas más sutiles y personales.
Una de esas situaciones ocurrió hace unos 8 años, en un domingo “melancólico” que en realidad era como cualquier otro día de la semana, pero que a los seres humanos nos gusta ensalsar con cualidades místicas o fatídicas. Estaba atardeciendo, y yo iría a encontrarme con mi hermano Stefano a la central camionera. Él ya estaba a mi cargo en aquel entonces, y regresaba de visitar a su abuela en San Luis Potosí.
Nuestro departamento en la colonia Industrial quedaba lo suficientemente cerca para irnos caminando, así que después de encontrarme con él, emprendimos el regreso a pie. Pero a tan sólo un par de cuadras, aún en la demacrada colonia que rodea a la central camionera, algo llamó nuestra atención: los maullidos de dolor de un gato herido a mitad de una calle poco transitada.
Sin pensarlo dos veces, nos acercamos al gato. Al ver que no le era posible caminar y que parte de su cuerpo estaba ensangrentado, le pedí a mi hermano que sacara alguna playera de su maleta para envolver al animal en ella. Con el mayor cuidado posible, recogimos al gato y nos apresuramos a buscar ayuda. El gato se quejó y trató de escabullirse, pero no tardó en tranquilizarse y darse cuenta de que intentábamos ayudarlo. No nos importó que nuestra ropa se llenase de la sangre y orina de un animal callejero, sólo queríamos ayudarlo.
Acudimos a todos los veterinarios que conocíamos, pero ninguno estaba abierto. Incluso la señora acumuladora de mascotas, que hacía unos años nos había rentado un departamento, nos dijo que no conocía a ninguno cercano que pudiera estar abierto un domingo por la noche. Sin embargo, nos recomendó un hospital que atendía emergencias las 24 horas en una colonia cerca de la Glorieta de Camarones.
Nuestro presupuesto era extremadamente limitado en ese momento, así que tuvimos que pedir prestado para poder llevar al animal en un taxi. Mientras esperaba a Stefano, que había ido a dejar su maleta y pedir el dinero a su amigo que vivía en el mismo edificio que nosotros, me quedé sentado en las escaleras con el pobre gato. Aún maullaba de dolor de vez en vez, pero yo lo acariciaba y le hablaba. El gato ronroneaba intensamente, pero no de gusto, sino de ansiedad. Le prometí que lo adoptaríamos después de que lo atendieran, le dije que lo llamaría Sei. “Sei he ki”, un término del Reiki japonés vagamente relacionado con el poder psíquico, y seudónimo fallido que alguna vez había intentado adoptar.
Finalmente llegamos al pequeño hospital de emergencias, y el único veterinario presente decidió ayudarnos sin cobrar después de oír nuestra historia. Yo le dije que de salvarse, nosotros cuidaríamos del gato, que resultó ser hembra. Sin embargo, nos dijo que su vejiga estaba llena de sangre y que tendría que drenarla. Algo ó alguien la había lastimado mucho, estaba muy inflamada y no tenía muchas posibilidades de sobrevivir. Escuchamos sus últimos quejidos desde la sala de espera. Finalmente, completamente derrotados, recibimos el cuerpo inmóvil de Sei, envuelto ahora en una bolsa de plástico negra.
Recuerdo muy bien el aire frío que se colaba por la ventana del taxi de regreso a casa. Stefano y yo casi no hablamos de regreso, pero decidimos que enterraríamos a Sei esa misma noche. Él subió de nuevo al departamento para traer las herramientas que pudo encontrar y nos fuimos al parque. Cruzamos la barda de metal de las jardineras y nos agazapamos para tratar de pasar desapercibidos. Había patrullas cerca, y aunque no estábamos haciendo nada malo, supusimos que tampoco estaría permitido.
Las herramientas improvisadas nos sirvieron de poco. Entre la oscuridad, el viento helado y la lágrimas, cavamos mejor con las manos. Dimos un último vistazo a Sei, la envolvimos en la playera ensangrentada, después en la bolsa negra de plástico y la metimos en el hoyo, cerca de un árbol. En ese momento, al tocar por última vez su costado, pude sentir como ronroneaba tan intensamente como hacía unas horas…
Lo sentí, lo recuerdo claramente, incluso se lo dije a Stefano en ese momento. Y aunque sé que hay probables explicaciones, me gusta pensar que Sei estuvo agradecida con nosotros. Si acaso por no dejarla morir, abandonada a su suerte a media calle, ó por abrazarla durante sus últimas horas, hablarle y llorarle. Es así como dos tipos ya talegones, se quedaron tirados, llorando, junto a la tumba de un gato callejero que se había cruzado en su camino.
¿Por qué les cuento todo esto ahora?. Créanme, hay una buena razón. Tiene mucho que ver con gatos, y mucho que ver con seudónimos. En particular, el seudónimo de Makoto. Pero por ahora, creo que vale la pena dejarlo para una siguiente entrega, y dejar está entrada como testigo de la existencia de Sei. Sólo la conocí por unas cuantas horas, pero su impacto en mí vida lo sentiré siempre.