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Lo que fue, y nunca más será.

¿Cuándo fue la última vez que rentaste una película en Blockbuster? ¿Qué película era? ¿Lo recuerdas? Yo tampoco. Las “últimas veces” de nuestra cotidianeidad pasan desapercibidas con demasiada frecuencia. Sin embargo, cuando los cambios inminentes son lo suficientemente importantes y se dan con la suficiente anticipación, es posible detenerse y tomar nota de estas “últimas veces”.

La última vez que entraste a una escuela; la última vez que hablaste con una persona difunta; el último martes que pasarás en un departamento. Es cierto que con el paso del tiempo, conmemorar hechos como esos, se vuelve trivial e insignificante. Y aunque te entrenes a ti mismo para lograr tomar nota de ellos, es probable que no los recuerdes más adelante.

Han pasado 10 años desde mi última mudanza. Antes de eso, en mi vida había tenido más mudanzas que años cumplidos. Era una estadística que la mayoría de la gente encontraba difícil de creer. Pero no era una exageración, era la verdad.

Gradualmente, durante los últimos meses, la habilidad de “mudarme” se activó nuevamente. Como dicen por ahí, “es como andar en bicicleta”. Y descubrí que incluso he pulido dicha habilidad, mientras me preparo para la mudanza más importante de todas.

Pienso en Renzo y en Noemi, cuando nos llevaron a mi hermano y a mí a San Luis Potosí. Trato de recordar, como a pesar de estar desesperados, lograron tomar una decisión buena y calculada. No fue cosa de un arranque. Pienso que si ellos, dos personas extremadamente rotas, lo lograron… nosotros también lo lograremos.

Rentar una bodega para aprovechar cajas y viajes; organizar meticulosamente las cosas recolectadas a lo largo de 10 años (además de las que ya teníamos); planear qué se va primero y qué se va después, para tener las menores carencias en nuestro día a día… Las ideas y las soluciones vienen a mí, más fácilmente de lo que esperaba. Pero lo más difícil, son las “últimas veces”.

Hoy veo a Tlatelolco como una foto vieja de alguien que amé, odié y ahora extraño profundamente. Sí, aún vivo ahí y ya lo extraño. Es como un ser querido en etapa terminal, o como esas últimas semanas antes de graduarte. El fin de un apego se acerca, y de repente uno se encuentra de luto, porque el futuro pesa mucho más cuando algo se sabe perdido. Tan solo puedo comenzar a imaginar como es este proceso para Makoto, que ha vivido aquí toda su vida.

Lo más difícil en momentos como estos, es centrarse en el presente y disfrutarlo por lo que es, cuando le queda tan poco tiempo de vida, cuando está plagado de esas “últimas veces”. El canto de los pájaros; las copas de los árboles afuera de nuestras ventanas; los rayos del sol reflejados en los edificios de enfrente al amanecer; los paseos por sus pasillos y recovecos ocultos; las estructuras, el Xipe, Banobras (nuestros gigantes)… es casi imposible absorber todo lo bueno de este lugar sin una gran carga de melancolía. Y lo más triste, gracias a este maldito apocalipsis a medias tintas que hemos llamado “pandemia”, es que incluso ahora ya no recuerdo varias de esas “últimas veces”.

La última vez que paseamos por la plaza de las tres culturas o el jardín de Santiago; la última vez que desayunamos tamales, de los que venden atrás del Chihuahua; la última vez que nos sentamos a disfrutar de algo y de todo, en medio de espacios irrepetibles, rodeados de moles de concreto con cientos de ojos y miles de historias, que a pesar de todo permanecen apacibles… No creo que tengamos tiempo para nada de eso ya, y no logro recordar cuándo fue la última vez.


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