Si alguien llega a preguntarme si he tenido alguna experiencia sobrenatural, normalmente respondo que no, que a la fecha no he experimentado nada que me haga dudar por completo de las explicaciones racionales de cualquier fenómeno. Pero siendo completamente honesto, creo que a lo largo de mi vida he presenciado una que otra situación que pone a prueba ese férreo escepticismo, aunque sea de formas más sutiles y personales.
Una de esas situaciones ocurrió hace unos 8 años, en un domingo “melancólico” que en realidad era como cualquier otro día de la semana, pero que a los seres humanos nos gusta ensalsar con cualidades místicas o fatídicas. Estaba atardeciendo, y yo iría a encontrarme con mi hermano Stefano a la central camionera. Él ya estaba a mi cargo en aquel entonces, y regresaba de visitar a su abuela en San Luis Potosí.
Nuestro departamento en la colonia Industrial quedaba lo suficientemente cerca para irnos caminando, así que después de encontrarme con él, emprendimos el regreso a pie. Pero a tan sólo un par de cuadras, aún en la demacrada colonia que rodea a la central camionera, algo llamó nuestra atención: los maullidos de dolor de un gato herido a mitad de una calle poco transitada.